6/16/2008

Carta No. 4

Ahora estoy viendo a las hormigas.
Hacen un camino que va de su hormiguero al cadáver de un pájaro.
Las hormigas viven en hormigueros y los pájaros en nidos; todos los animales tienen un lugar de residencia fijo. Sea por temporadas o sea permanente, siempre saben llegar a él.
Nosotros, en cambio, somos itinerantes. Por ejemplo, yo: en este momento estoy en un parque, en una ciudad que es igual a todas y que carece de encanto, no se ni cómo se llama ni porqué carajos estoy aquí, tan lejos de ti.
Y en esta ciudad anónima en la que estoy, sólo hay personas grises; de esas que no contestan los “buenos días” en los elevadores.
Llevo ya dos años aquí, en un hotelucho “céntrico”. Pero no se si llevo dos años; tal vez lleve un día, o toda la vida, o algunas horas. Pero estoy lejos de ti y eso es lo importante.
Por lo general, la gente gris jamás se cuestiona lo importante. Es por eso que compra muchas cosas: tiene la necesidad de satisfacer necesidades, pero les incomodan las necesidades de fondo, entonces buscan otras que sean de fácil satisfacción. Si así operaran mis esquemas mentales, compraría algunas cosas de esas que se ven lindas en casa, me acostaría con las mujeres de los burdeles y tendría amigos grises.
Parece que no hablo el idioma de la gente gris. Pero se que hablo el idioma que tú entiendes, porque es el mío también y el de un montón de personitas de muchos colores que viven en islas de felicidad, donde las cosas no son tan importantes, salvo las realmente importantes que no se satisfacen nunca, como el tenerte a mi lado.
Y entonces las hormigas y los pájaros muertos y llenos de tierra bailan un vals en mi cabeza: el vals de lo importante, como el comer o el volar; y luego regresan a sus hormigueros/nidos, donde los esperan las lombrices, felices, para contarles cómo les fue en el día: cuántos hoyos hicieron. Y, de pronto, hacen el amor y se confunden con las plantas y con el cielo que sabe a mar, porque es una ciudad costera, y bailan otro vals que se llama baile del equilibrio. Y yo los veo absorto en mis ideas de hombres grises y te extraño como loco y me duele en un lugar indescriptible: el alma.
Pero ahora me doy cuenta de que ya no estoy en el parque de antes, el mundo cambió de posición (seguramente su eje de rotación ha de estar algo desbalanceado, yo lo he sentido así, Dios, el mecánico, debería revisar los ejes) y me encuentro en un restaurante, con una rubia que me ve a los ojos, con expectativa, y meto mi mano en el saco que está colgado en el respaldo de mi silla y noto un anillo. Pero no se quién es la rubia y mejor cambio el tema y le digo “buenos días rubia-gris, ¿sabes tú de los hormigueros/nidos?; ¡pero qué bien hemos comido!” y me contesta en un idioma indescifrable y sus ojos poco a poco toman una tonalidad como de ausencia, como de gris. Y salgo sin pagar la cuenta, como pasa con la vida: son los que nos sobreviven quienes pagan los platos rotos que dejamos.
Y quiero alejarme, pero al parecer no puedo porque tengo una ausencia que atesoro y que se llama tú. Y esa ausencia me impide irme de esta ciudad gris donde nadie comprende lo que son los hormigueros/nidos ni saben de las lombrices ni conocen del idioma de las personas de colores. Y esa ausencia se llama tú porque también eres de color, como yo y como el montón de personillas de las islas felices de Grecia donde pasé el verano pasado, entre tus manos que saben a sal, como el Mediterráneo, y tus ojos color de aceituna y tus muslos que son de cielo pero que saben a lavanda.
Y se que ahora no me amas porque me fui, y que seguro tienes otro turista americano como yo entre tus muslos de lavanda y mediterráneo, y se que no puedo regresar, pero se tu nombre que es Helena y tu color que es verde y tu idioma que es azul pero que sabe a beso.
Entonces te escribo esta carta, que se llama para Helena y que es de color magenta pero que sabe un poco a carmesí, fuerte y amargo, pero sutil como el café que hacen los griegos.
En el sobre pongo tu nombre y un beso que espero llegue intacto.

Ricardo.