10/26/2007

Carta No. 3 (o intento de ella)

Ayer sentí que me moría y no me dio miedo. Quizás no me dio miedo porque en el fondo sabía que no me iba a morir, o tal vez sí, eso no lo recuerdo, de lo único que estoy seguro es que sentí morirme.
Y la muerte no es tan mala como la describen ni tan bella como la anhelamos. Es más bien una cosa mediocre, como mi vida; una voz que se parece a la tuya te dice al oído, suave, casi imperceptible: bueno, ya es hora. Y entonces quieres quejarte, gritar, hacer escándalo, pero sabes que no vale la pena. Además, de qué sirve quejarse de lo inevitable, ¿a quién le hace caso Dios cuando llueve?
Entonces, mientras me moría, pensé en ti. Y no del tipo de recuerdo ¡cuánto la extraño! Más bien fue un recuerdo vago, como de una tira cinematográfica amarillenta por la nicotina de un cigarro a medio fumar, sentado en un cenicero de Acapulco, del viaje que hicimos hace veinte años. Mientras me moría recorrí la habitación donde ahora me hospedo con mis pocas cosas, la recorrí con la vista por sus cuatro rincones para matar tiempo, y, mientras me moría, me di cuenta de que mis pocas pertenencias se parecen a ti. Vi tu rostro fragmentado al interior de mi maleta, tu nariz por aquí, junto a ese suéter rojo, una oreja tuya en la portada de mi libro, tus labios en el cuello de mi camisa blanca. Pero a tu alma no la vi, ni fragmentada ni entera.
Ayer, mientras me moría, quise ver tu alma una vez más, pero lo único que vino a mi mente fue tu rostro fragmentado y una película tuya, donde salía yo a veces, nublada por una cortina amarilla de humo.
Después no se que pasó, pero, al parecer, me levanté de la silla y ya no me estaba muriendo. Volví la mirada a la cama esperando hallarte allí, desnuda, como tantas veces pasaba, pero no estabas. Y entonces salí del hotel, a buscarte por las calles, a gritar ese estúpido apodo vergonzoso que usaba cuando hacíamos el amor.
En la calle, más que en el hotel, todo me recuerda a ti; quizás porque París es tu ciudad favorita, quizás porque tú alguna vez pintaste a orillas del Sena, no lo se, pero todo tenía un aire tuyo y, sin embargo, no te podía encontrar. Entonces regresé al hotel a escribir. Tal vez toda esta manía mía de encontrarte no tenga ni pies ni cabeza y me esté haciendo daño a la salud, tal vez es por ti que me estaba muriendo. Y lo que sí es culpa tuya es que todo me recuerde a ti; verás: si te hubieras ido así como así, como tantas veces amenazaste, no te hubiera seguido, no estaría viajando por todos tus lugares favoritos deseando encontrarte. Lo hubiera aceptado, eso es todo, como ayer, que acepté que me moría. Pero no, tuviste que haber dejado esa estúpida carta con esa estúpida explicación. ¿Qué no entiendes que, a mi edad, no estoy como para explicaciones?, además, sabes mejor que yo que no me quedaba más remedio. A mi no me hicieron con ese molde de la estúpida autosuficiencia; no puedo estar solo y con la muerte tan cerca.
Y ahora que te escribo, después de haber caminado como un desgraciado por todo París sin hallarte, me vienen a la mente otros recuerdos de la película de tu vida. Son las escenas que no compartiste conmigo; te veo abrazando a otros hombres que no se parecen en nada a mí, que son como hombres de gris, sin rostro y con un solo propósito: burlarse de mí; me rodean como los niños de mi infancia para canturrear “ella no es tuya”, y trato de contestar, en verdad trato, pero se que es inútil porque tienen razón. No, no eres mía y nunca lo fuiste, y ahora me siento peor porque soy yo el que te busca.
Y te busco no porque me interese que me hagas notar mis errores, ni que me digas en qué fallé y qué fue lo que te llevó a dejarme, ni porque quiera que me expliques qué significa la carta que me dejaste a modo de despedida. Yo te busco porque no quiero estar solo, y ni siquiera eso, porque no es el “estar” lo que me preocupa, más bien es morir solo lo que me aterra.
Ya se que me dirías que me consiga a alguien más, porque así eres tú; me dirías que es de lo más sencillo, que nadie es indispensable y que la vida es relativamente fácil, que ya lo has hecho muchas veces. Pero ahora piensa ¿cómo diablos voy a conseguir a alguien, a mi edad, que quiera morir conmigo?, más aún ¿qué debo hacer?, ¿cómo me presento: holaquetalsoytalmeparecesadecuadaquieresmorirconmigo?
Sabes que te necesito, sabes que mi vida es como un rompecabezas y que, a pesar de que son muchas las piezas que le faltan, la central eres tú. Y no te voy a decir que te amo porque es una estupidez y una niñería, pero sí puedo decirte que te celo demasiado y que, antes de morir, debo encontrarte.
Ahora voy a cerrar la carta y ponerla en una botella que arrojaré al Sena, después seguiré mi camino a Barcelona y finalmente hasta llegar a ti, a tu alma fragmentada, difusa y compartida.
Sólo espero que encuentres esta carta mía en el fin de logos, cuando todo sea lo mismo y nuestras almas se junten otra vez, como cuando hacíamos el amor.

Ricardo.