5/14/2007

Carta No. 1

Llueve, siempre llueve. Antes me gustaba porque todo estaba verde y vivo, ahora ya no lo soporto. Lo verde de antes cedió a la tonalidad desagradable del moho. Moho en todas partes; esta casa huele muy mal, como a calcetines viejos que algún anciano puso a secar sobre uno de esos calentadores eléctricos que fueron todo un descubrimiento en su época.
Huele también a queso rancio. He buscado por toda la casa sin dar con la causa del olor. Debe ser el moho, el moho que todo lo pudre, ese hongo enfermizo. No es como las setas, las setas sí me gustan; se pueden comer en ensaladas, pastas y con queso de cabra, como las hacían en aquel restaurante en la Avenida de la Paz, al sur de la ciudad. Y pensar que Pasteur encontró un uso al moho. En el fondo Pasteur no era más que un cocinero que se equivocó de ingrediente. Es increíble que el moho pueda servir para algo, ese hongo desagradable.
Cómo extraño cuando iba a comer a los restaurantes de la Avenida de la Paz, comí en todos ellos. Allí nadie te exigía nada y podías simplemente ver a la gente pasar mientras comías las setas con queso de cabra, un guajolote en mole poblano, bebías un Cabernet Sauvignon del Valle de Guadalupe y comías una tarta de moras con chocolate blanco y un expreso bien caliente. Ahora ya no puedo ir a los restaurantes. Ya no estás tú y siempre llueve y sabes que odio comer solo. A pesar del silencio mutuo que nos profesábamos, nos disfrutábamos el uno al otro como compañía. Ya no estás y sigo siendo un tipo bastante silencioso; no es que no me agrade platicar, sino que a nadie parece importarle lo que yo pueda decir; he sido invisible durante muchos años y me es terriblemente difícil dejar de serlo. Simplemente parece que no encuentro el valor para decir de buenas a primeras: “¿cómo estás?, me llamo tal y yo soy el profesor de estética”, simplemente no puedo. Y no es falta de entusiasmo ni de ganas ni de interés, porque en la Universidad hay mujeres muy guapas y de mucho porte.
Tampoco creo ser inseguro, bueno, se que no soy un adonis pero también se que no soy feo. También se que te hubiera gustado que siguiera con mi vida, que encontrara una mujer y me casara y llevara a cabo con ella el plan de vida que nosotros esbozamos, pero eso es imposible y lo sabes. Sería como haberle robado los planos de “La Sagrada Familia” a Gaudí y llevarme el crédito; seré muchas cosas, pero ladrón nunca. Por más que te hayas ido yo te tengo muy presente, tan cercana que, a veces, de noche, me levanto y voy al refrigerador por un vaso de leche, lo caliento en el microondas (treinta segundos, como te gustaba) y lo llevo de regreso a la recámara, porque sé que a media noche te da por tomar leche y no te gusta levantarte porque se te enfrían los pies y luego ya no puedes dormir. Sigo llevando a veces la leche, llego a la recámara y veo que no estás en la cama, entonces recuerdo que ya no estás y me bebo la leche por ti, y a veces lloro.
Después suena el despertador, en calidad de zombie o cosa peor me levanto y me veo en el espejo ese que tenemos en el baño, ¿recuerdas?, es de esos que no se empañan, y como me gusta rasurarme mientras me baño, pagué una fortuna por el. Pues me veo en el espejo y me regresa la mirada un viejo despeinado y con lagañas, cada vez es mas difícil esconder las bolsas que se me hacen debajo de los ojos, pero en fin. Me baño con agua caliente porque el frío me desagrada, ¿recuerdas aquella noche en que nos quedamos despiertos platicando en el bar del hotel de Cancún?, esa vez te conté que cuando me retirara podríamos vivir cómodamente pero sin excesos en la playa, con mi pensión y las regalías de mis libros; sabes que el clima de la playa me gusta y que el frío me aterra, como cuando fuimos a expensas de la Facultad a un curso en Essex, tú eras una jovencita de veintiún años y yo un profesor de poca monta de treinta y dos. Tu habías conseguido una beca para tomar el semestre allá de intercambio (claro que yo ayudé a que te dieran la beca, nunca te lo había dicho) y yo fui por una investigación que estábamos trabajando en conjunto sobre David Hume, o al menos esos fueron nuestros pretextos. En realidad nos fuimos a besar como locos por todo el campus, tú a hacer compras para tus amistades y familiares y yo a hacer como si entendiera a Hume. En nuestros ratos libres íbamos a los cafés y tu siempre insistías en que te acompañara a comprar tal o cual cosa, porque al hijo de la amiga de tu prima todavía no le comprabas nada. Fue la primera vez que saliste del país, ¿recuerdas?; lo único que compré yo fue un abrigo de tweed y una bufanda; llegué muy feliz con mi abrigo a modelártelo y te burlaste de mi, después me besaste e hicimos el amor en una oficina desocupada, mi abrigo quedó en el suelo y cayó sobre de él una taza de café que estaba en el escritorio que fungió de soporte. Que caras son las tintorerías inglesas.
Salgo de la regadera y de paso mojo todo el piso, jamás lograste cambiarme ese hábito. Y es que no me gusta usar toallas porque siento que solo embarran la grasa de un lugar al otro sin realmente secar; a pesar del frío, me gusta secarme al natural, y permanezco de pié junto a la ventana (afortunadamente nadie puede ver hacia aquí desde la calle y los vecinos que sí tienen acceso visual a mi ventana por lo general se despiertan a las once) espero a que la brisa del mohoso verano lleno de lluvias seque naturalmente mi cuerpo y procedo a vestirme. Te parecerá curioso, pero sigo usando los mismos calcetines que me regalaste hace dos navidades, esos que parecen de boy scout, azules y con rombitos rojos; no se si fueron una broma porque nunca me lo dijiste, pero son realmente ridículos y los uso porque me gusta sentir en mis pies el calor que generaban los tuyos cuando dormíamos en la misma cama.
En general no he hecho cambios a la casa, mas que los indispensables, como arreglar focos y cosas así, pero todo sigue igual, aunque tus cosas se las llevó tu hermana, argumentando que no me haría bien vivir con tantos recuerdos desperdigados. No lo se, escondí algunas cosas de las garras saqueadoras de tu hermana y ahora me siento peor, porque ya no hay recuerdos completos sino retazos de recuerdos; aunque la mejor parte me la quedé yo. Me quedé con tus besos y tu olor. Antes de que te fueras la casa nunca olió a moho y queso rancio, y eso que nunca hiciste la limpieza, eso me tocaba a mí, tu leías el periódico y te divertías viéndome hacerme bolas con el trapeador, la aspiradora y los jabones. Yo pretendía enojarme pero en el fondo te amaba aún más por ser infantilmente despótica, inocente, como una niña caprichosa, además de que me agradecías mis labores domésticas en la cama.
Los domingos siempre eran los días de descanso, en los cuales no precisamente descansábamos. Íbamos a rentar películas, a eso de las once de la mañana, con la resaca de los sábados y las reuniones de “intelectuales” a las que asistíamos: presentaciones de libros, lecturas públicas, exposiciones, inauguraciones, galerías y demás pretextos para un brindis que siempre terminaba en borrachera y rato agradable de marxismo incendiario con los íntimos; aunque yo nunca fui marxista por convicción salvo cuando estaba pasado de copas. Sólo borracho uno se atreve a creer que puede cambiar el mundo a sus casi cuarenta años siendo profesor de una universidad que dista mucho de ser la de Berlín. Los domingos, además de rentar películas íbamos al súper a comprar las vituallas de la semana, que no eran muchas; los dos comíamos siempre fuera, a ti no te gustaba cocinar y yo solo lo hacía en ocasiones especiales, como en tu cumpleaños, cuando te hice un pastel de receta de mi familia; o en nuestros aniversarios, cuando preparaba pasta con salmón o ternera en roquefort, eso sí, cuando cocinaba lo hacía muy bien. Nuestra compra semanal incluía dos o tres botellas de vino, café, algo de pan, algunas frutas y verduras (que casi siempre se echaban a perder, esperando cual novias de pueblo, al valiente caballero que habría de convertirlas en sopa u omelet) y cigarros, muchos cigarros, los dos siempre hemos fumado mucho. Los domingos de regreso a la casa parábamos en una tienda naturista donde comprábamos jugo recién exprimido y donitas de salvado (nunca me lo quisiste confesar, pero yo siempre supe que le tenías una aversión terrible al estreñimiento, miedo infundado, en gran medida, por tu madre). Todo esto lo hacíamos en completo silencio, casi con prisa de llegar a la casa y empezar a desnudarnos. Los domingos eran días de películas y sexo, los dos andábamos desnudos todo el día, de un lado al otro, aprendiendo a vernos con naturalidad, estudiando cada pliegue de la piel del otro, asimilando los propios defectos y portándolos con orgullo. Recuerdo tu desnudez de domingo; era diferente de cualquier otra desnudez tuya, porque cuando uno hace el amor entre semana nunca sabe tan bien como en domingo; entre semana hay muchas presiones y cosas por hacer, no puede uno distraerse por completo del trabajo, mientras que los domingos uno no tiene problema, todo mundo llega en blanco los lunes y hay que volver a empezar.
Lo que más extraño de tu desnudez es el color de tu piel en esas zonas donde no es común que te dé el sol, y ese lunar que tenías en el glúteo izquierdo. Recuerdo que parecía sonreírme con coquetería, invitándome a hacerte el amor una vez más. Y más que el acto sexual en sí, lo que me gustaba era estar tendido junto a ti, los dos desnudos, abrazándonos, yo leyéndote un cuento, declamando una poesía o susurrándote una canción, con mi muy desafinada voz. Después nos poníamos las batas que nos llevamos a escondidas del hotelito en París que nos pagó la Facultad cuando fui a dar unas conferencias a la Sorbona; una vez que estábamos en nuestras batas robadas nos lanzábamos miradas de complicidad y una sonrisa de niña se dibujaba en tus labios al recordar a la pareja de intelectuales que exponen en la Sorbona y se roban batas del hotel; lo acepto, fue bastante cómico y bastante humano, jamás hemos cometido ningún delito, ni tú ni yo, y allí nos tienes, jugando a ser arriesgados. Después veíamos una o dos películas de las que habíamos rentado, hasta que tu te quedabas dormida; entonces yo apagaba le tele y te veía, atento a cada inhalación y exhalación, y a veces lloraba. A veces también iba por mi cuaderno de dibujo y un lápiz, e intentaba dibujarte con mis torpes manos, más acostumbradas a un teclado y a trazar garabatos ilegibles en el pizarrón que a sostener con destreza un lápiz y menos aún arrancarle una figura que no fueran monitos de palitos y bolitas.
Los domingos eran mis días favoritos, de vez en cuando pienso en mi retiro, cuando todos los días sean domingo. ¿Qué voy a hacer entonces?, me hubiera gustado tener nietos, pero para tenerlos hay primero que tener hijos y ya me siento muy viejo para eso, además no sabría ser padre, me conoces y sabes que no soy de carácter fuerte, soy más bien tranquilo y reflexivo. Además, para tener hijos necesitaría una compañera y francamente no me siento capaz de conseguirla y tu ya no estás conmigo. Se que más de una alumna se enamora de mi por semestre, pero no puedo corresponder; tú me dejaste como atrofiado, jamás contemplé la idea de que te fueras a ir, yo que soy tan reflexivo, evidentemente fallé, y ahora no puedo corresponder a las señales de afecto. Y no es sólo la desconfianza que me causa, se de casos en los que alumnas se han acostado hasta obtener su título, sino que cuando una mujer se aproxima a coquetear conmigo, inmediatamente me pongo colorado, como un niño, empiezo a balbucear y fijo los ojos en el piso. No se porqué me pasa eso, antes de que te conociera, y aún cuando te conocí y me enamoré, yo era todo un donjuán, y no precisamente por mi apariencia, sino porque sabía tratar a una mujer. ¿Recuerdas cuando te escribía versos y los dejaba en la mesa de la cocina junto a tu café recién hecho?, pues todas esas cosas de elemental trato de cortejo me las enseñó mi madre, mujer sabia en la vida; ella me preparó para ser una buena persona, y creo que lo soy, y es eso lo que te atrajo a mí, un profesor doce años mayor que tu, con las canas adelantadas.
Pasábamos la mayor parte del día en silencio, no porque no tuviéramos nada que decir, sino porque nos entendíamos mejor cuando no hablábamos, era como si nuestras mentes se unieran y pensáramos lo mismo todo el tiempo, yo sonreía cuando tu lo hacías y terminábamos los dos doblados en el piso, como niños, en un ataque de risa causado por cualquier estupidez.
Ahora que ya no estás vendí el coche. Tu eras la que lo usaba, sabes que a mí nunca me gustó manejar, prefiero caminar, es más lindo y se pueden ver más cosas. Vendí el coche, si, pero compré una moto, no se porque lo hice, ya se que tu las odias porque tu hermano casi muere en una, pero yo la compré y ahora voy a la universidad en moto, donde mis alumnos varones parecen fascinados por mi estilo de vida: profesor, Doctor en Filosofía, especialista en Estética, cuatro libros publicados y motocicleta nueva. A mi no me sorprende. Se que no es cualquier cosa y no siento que sea yo mediocre, porque me lo habrías dicho tú. Sin embargo me siento un tanto solo, y no del tipo de soledad agradable, como en la playa; más bien me siento como si me hubieran robado algo sin saber exactamente qué fue.
Y ahora, en mi motocicleta, puedo ir más seguido a tu tumba, a llevarte flores y cartas como estas, se que es extraño que te escriba nuestra vida, todo eso ya lo sabes, bueno, lo de lo moto no, pero no puedo escribirte de otra cosa, porque tu vida interrumpió la mía; cuando se acabó la tuya, la mía dejó de tener sentido. Y entonces comprendo que fue lo que me robaron, de hecho tú eres la que lo robó; tú robaste mi vida. Y no es que me moleste porque sabes que te la hubiera entregado sin chistar.
Se que ya no estás conmigo y me duele y a veces lloro, pero quiero que sepas que aquí, en tu tumba o en cualquier otro lugar en el que te encuentres, yo te amo, con la pasión de Neruda, los tulipanes que tanto te gustaban y tu desnudez de domingo.

Ricardo.